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Enviado por Vaalentin Gayan

Un día de Abril de 1937, salíamos del pueblo seis autocares cargados de mujeres y niños con rumbo a lo desconocido. Al llegar a la Retuerta, fuimos sorprendidos por la aviación enemiga que nos lanzó una tanda de bombas que tan solo causó unas heridas leves a algún que otro niño.

Llegamos a Sena al anochecer, después de haber estado todo el día viajando y haber comido un arroz de pollo en Caspe, que por cierto nos supo a gloria. En Sena, nos acogieron en la casa " La Cruz "tras un fuerte susto que se llevaron sus moradores, al oír llamar en la puerta a aquellas horas de la noche. ( La noche anterior se habían llevado al vecino para matarlo).

A pesar de que habían manifestado que no tenían donde alojarnos., mi madre insistió en quedarnos, aunque fuese en el pajar. Aquellos ancianos, recriminaron a mi madre por haber abandonado el hogar con chicos tan pequeños, pero, al poner mi madre nuestra suerte en las manos de Dios,(palabra tabú en aquellos tiempos)nos dieron de cenar y nos prepararon una cama con sabanas de hilo caseras a estrenar, donde pasamos una noche que hacia tiempo no disfrutábamos.

Al tercer día de estar en Sena, recibimos la visita de unas chicas de Pina, que estaban en un pueblo cercano, Villanueva de Sigena, donde estaba mi tía Alfonsa Carrere, esposa de mi tío Julián Carranza, y madre de mis primas Felisa, Esperanza, y Paz, que había nacido poco antes de la guerra y tenía unos siete meses.

Como habitaban la casa del cura todo eran velas, santos y reliquias del culto, pero no había nada que sirviera para comer. Teníamos un cuarto lleno de lencería, cuberterías de plata y vajillas de todas clases procedentes del Monasterio de Sigena. Incluso el órgano del convento donde tuve mis primeros contactos con la música.

Todo era como un sueño celestial, pero, no teníamos nada para comer, mientras que las demás familias refugiadas ocupaban casas habitadas donde contaban con todos a las horas de las comidas, nuestras pobres madres tenían que arreglárselas con medio litro de leche que nos cedía la madre de un Señor del Comité Local, arroz, lentejas y garbanzos que nos daban, de cuando en cuando, en los abastos.

Yo, no paraba mucho en casa pues, siempre que podía, me iba al campo con los hijos de un panadero manco que vivía junto a nosotros y nos llevábamos un par de panes en la alforja y todos los melones, melocotones y uvas, de todos los campos vecinos que nos tomábamos con un sentido muy social de la propiedad, al tiempo que aprendíamos a nadar en el río Alcanadre.

Los mas pequeños, se arrimaban a los hijos de los vecinos a la hora de la merienda, con la esperanza de que se les tuviera en cuenta a la hora de repartir.

Nuestras madres ayudaban a las vecinas en sus faenas a cambio de que nos facilitaran verduras o cosas con las que llenar el puchero diario. Hago mención especial a la Señora Marías, vecina nuestra, que se portó con nosotros de una forma verdaderamente cristiana.

Recuerdo con verdadera gratitud, a Don Adolfo, médico rural que nos atendió con precariedad de medios, y sajó un grano en la cara a mi hermana Pascuala. Para ella, siempre fue Don, Afollo, en su media lengua que tanta gracia le hacía a él.

Ivamos a la escuela, en la plaza, frente a la casa de Miguel Servet

Villanueva de Sigena - 2ª parte LA MIEL

Fue como una inspiración divina, encontrar una bodega que estaba debajo de nosotros, que guardaba nuestra salvación.

Los días en verano son muy largos, sobretodo, para un chaval de nueve años sin colegio, y sin otra obligación que tirar piedras a los porgaderos de las vecinas que tenían orejones a secar para comernos los que caían. Me pasaba las horas en el huerto curioseando todo. En mis exploraciones, descubrí una pequeña ventana que daba a un bodegón oscuro; pude poco, pude mucho, arranqué la reja, y, bajé al sótano. Como en el cuento de Alí Ba Bá. Todo estaba lleno de tinajas y cuencos repletos de una materia blanca y densa. Al principio, me pareció jabón. Como tampoco teníamos jabón, se lo expliqué a mi tía Alfonsa Carrere, que dedujo que, podría tratarse de un depósito de miel olvidado desde antes de la guerra. Bajé de nuevo a la bodega con una luz, y encontré la puerta que daba al patio de la casa. Y, tras forzar la cerradura, entró toda la familia, comprobando que se trataba de miel de primera calidad. Nos subimos una pequeña tinaja, y luego otra, salvando la situación.

Todavía hoy pienso, que sin aquélla miel, mal podría contar hoy mi vida pues pienso.... .¿ hubiéramos sobrevivido.....?

Cuando nos íbamos a venir al pueblo, ya que la situación en el frente seguía en las mismas condiciones, y las familias llevábamos mucho tiempo separadas de los padres, salvo una visita que nos hizo mi padre, andando a monte través con la ilusión de traernos algunas cosas como mis primeros pantalones largos, que rompí el primer día, dándome volteretas en el miriñaque de un carro.

Nos enteramos que la miel era de todo el pueblo al formarse una gran cola en nuestra puerta para su reparto. Naturalmente que se dieron cuenta de nuestra travesura., pero, todo quedó en pura anécdota.

Corría el mes de Septiembre, cuando mi tío Julián Carranza, acompañado de otros padres de refugiados, tal como se ve en las películas del Oeste, partíamos en caravana hacia casa dejándose mis tíos enterrada en Villanueva de Sigena, a la hija pequeña Paz, que no había podido superar tan dura prueba.

Sería injusto si no mencionara a la madre del Sr. del Comité, que nos abasteció de leche, y habrá muerto con la esperanza de cobrar aquellos litros que fueron nuestra salvación. Y, a todas personas que nos ayudaron cuyos nombres haya podido omitir u olvidar.¡ Gracias !

Miguel Servet

Arte románico aragonés: Monasterio de Sijena

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